De tener que comer, comería con vos, un mediodía de cualquier estación del año. Te llevaría al bulín de la esquina, con viejos que leen el diario y comentan de fútbol mientras fuman su tabaco negro. Comeríamos y al terminar, nos desparramaríamos en las sillas a escuchar lo que viene después, que casi siempre son reflexiones afortunadas y planes llenos de infelices ilusiones. Digeriríamos los sueños, los horarios de oficina del cual escapamos, y las corridas atolondradas de los guardias que nos persiguen por robar en sus supermercados. Después del último pucho sobremesero, haríamos un bollito con las servilletas y acomodaríamos la mugre para hacerle más liviano el laburo al pobre tipo que friega los platos. Dejaríamos una generosa propina que equivaldría a un aplauso de entrega de diplomas, y miraríamos a la moza una vez más para sonreírle con todos los dientes de nuestras dos bocas. En la puerta nos despediríamos con la esperanza de volver a vernos, y así, con la ilusión de reencontrarnos en lo que queda del día, saldríamos del bulín riendo fuerte, hablando fuerte y saludando fuerte al kiosquero con olor a vino, a la señora de las flores y al pequeño peón, que construye una mansión de mil pisos espejados. Seríamos el amor en los tiempos del almuerzo, la satisfacción de andar con el corazón bien llenito.
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