Un lápiz azul chiquito quedó desde la primaria en el portalápices de la casa de mi madre. Nadie lo usa y ella lo guarda y yo siempre lo agarro para mirar. Creo que aquel lápiz tiene recuerdos. O no, tal vez le estoy inventando un pasado. Carolina sabe que no me gusta que me acaricien, entonces es suave y espera el momento para hacerlo. Yo estoy en la cama de un hotel en Buenos Aires, acabo de bañarme y el ventilador gira rápido en el techo. No hay ruidos precisos, hay autos y murmullos y frenadas de colectivos. Cada vuelta del ventilador es una nueva pregunta. Creo que voy a salir volando si sigo pensando estos delirios. A lo mejor la Plaza Dorrego trae copas de vino que suplantan esta sensación de no pertenecer a nadie. A lo mejor vale la pena vestirse y buscar Defensa. Pero no, a lo mejor más tarde lo haga, ahora un cigarrillo y otro pensamiento que gira como las aspas de un molino que ventila el cuarto de este hotel de la calle Estados Unidos.
Suena el celular pero digo que no al boliche en Palermo. Tampoco quiero derrapar en el suelo de la casa de ningún amigo. No quiero intoxicarme con filosofía de pasada la medianoche, ni quedar con taquicardia después de un blanco tiro en el blanco. Prefiero seguir mirando el ventilador e imaginarme un subte lleno de miradas y papeles con teléfonos que se reparten entre ojos llamativos. Yo escribo para unos ojos azules de una mujer que ya vi en otro lado. Dibujo números poco femeninos que dicen cómo me llamo y cómo encontrar mi voz. Mi número es un secreto y tengo miedo de que ella no lo entienda. Sus ojos tal vez sean la prolongación azul del lápiz de mi infancia que dibujaba banderas. Creo que sus ojos tienen recuerdos. O no, tal vez les estoy inventando un pasado.
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